Cristo crucificado (Spanish Wikipedia)

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  • Historical dictionary of Renaissance art. Lilian H. Zirpolo. 2008. Fuente citada en Christus Triumphans. Vocabolario Del Cristianesimo. Philippe Daverio, Il museo immaginato, 2012, pg. 330: "Il passaggio dal Christus Triumphans al Christus Patiens o Dolens era alla base d'una mutazione linguistica che la pittura doveva recepire. Il Cristo di Giotto è veramente morto, cadaverico, e il suo sangue riscatta il teschio della nostra morte."

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  • María Cruz de Carlos, La imagen religiosa en la monarquía hispánica: usos y espacios, Casa de Velázquez, 2008, ISBN 84-96820-12-2, pg. 226: "Las cofradías del Santísimo Cristo de las Injurias y del Santísimo Cristo de la Fe se fundaron a raíz de los importantes sucesos del Cristo de la Paciencia, en los que se acusó a portugueses de origen judío de maltratar un crucifijo y se les condenó por ello en el auto de fe de 1632. Véase Pulido Serrano Injurias a Cristo, pp. 301-311. Estas cofradías ya participaban, con la del Santísimo Cristo de los Desagravios, en procesiones particulares los jueves santos por la noche desde la misma década de 1630. Su éxito ocasionó las protestas de las cofradías que organizaban las procesiones generales, por lo que las procesiones de imágenes desagraviadas fueron trasladadas a la mañana. Véase Del Río Barredo, El simbolismo social de las procesiones de Corte. La devoción en Madrid a Jesús Nazareno (el Cristo de Medinaceli), imagen supuestamente ultrajada por musulmanes, arranca en 1680." Véase también Santísimo Cristo de la Humildad y Paciencia (Las Palmas de Gran Canaria), Real Hermandad del Santísimo Cristo de las Injurias (Zamora), Cristo de los Faroles o de los desagravios (Córdoba), Santísimo Cristo de la Fe (Badajoz), Cofradía de la Fe (Murcia), cofradía, paso procesional, Semana Santa en España, Anexo:Advocaciones cristíferas, etc.
  • Historical dictionary of Renaissance art. Lilian H. Zirpolo. 2008. Fuente citada en Christus Triumphans. Vocabolario Del Cristianesimo. Philippe Daverio, Il museo immaginato, 2012, pg. 330: "Il passaggio dal Christus Triumphans al Christus Patiens o Dolens era alla base d'una mutazione linguistica che la pittura doveva recepire. Il Cristo di Giotto è veramente morto, cadaverico, e il suo sangue riscatta il teschio della nostra morte."
  • Durante los primeros siglos de nuestra era no estaba en uso entre los cristianos la representación de Jesús crucificado. En las pinturas de las catacumbas y en los monumentos de escultura se representaba al Cristo bajo la figura simbólica del cordero, del pelícano, etc.; bajo la del buen Pastor, de Daniel, de Orfeo, de Jonás, etc. y con más frecuencia bajo la de un joven imberbe que tenía en la mano un báculo doctoral, el libro, los panes de vida o, en fin, una cruz. Pronto fue la cruz presentada solamente a la adoración de los fieles, como el altar en que Cristo había redimido al mundo, como la señal de la consagración, de la vida eterna y como el distintivo cristiano por excelencla; pero se abstenían cuidadosamente de representar la figura del Crucificado porque la imagen de un Dios muriendo en el suplicio innoble de la cruz hubiera sido para los paganos asunto de burla y menosprecio y ambas cosas no podían menos que perjudicar a los progresos del cristianismo. Además la iglesia todavía militante era vivamente perseguida y la mayor parte de sus miembros alcanzaban la palma del martirio. A estos combatientes, era preciso mostrar símbolos gloriosos que apartasen el espíritu de la realidad. Así es que desde un principio llamó la iglesia en los himnos de la pasión a la cruz más brillante que los astros (esplendidior cunetis astris), árbol adornado y brillante (arbor decora et fulgida). Las primeras cruces griegas o latinas son todas espléndidas y por decirlo así, triunfales, formadas de las materias más preciosas o representadas rodeadas de rayos, flores y follaje y adornadas de pedrería.

    Habiéndose hecho el Lábaro, después de la conversión de Constantino, el distintivo oficial de la religión cristiana, se multiplicaron las cruces hasta el infinito. Fueron levantadas en las plazas públicas, se colocaron en las iglesias y en las casas; pero no tenían todavía imagen ninguna. Sin embargo, no todas estaban completamente desnudas, pues en muchas de ellas se ponía sobre el brazo superior un medallón con la imagen de Cristo o el cordero simbólico al pie de la cruz. El segundo concilio de Nícea aprueba y exalta una cruz que manda fabricar San Procopio, mártir, y en la cual aparecen grabados en la parte superior el nombre de Emmanuel y en los brazos horizontales los de Miguel y Gabriel. Pronto llevará la cruz imágenes en vez de nombres. En un monumento del que hablan Casali y Gori, Jesucristo está representado bajo la figura de un joven imberbe, de pie en medio de una cruz griega; con sus dos manos alzadas bendice al mundo y en los cuatro ángulos están los medallones de los cuatro evangelistas. Los dos autores citados creen que este monumento data del siglo VII. En fin, en un mosaico antiguo de la basílica del Vaticano había una cruz, a cuyo pie y sobre un montecillo se veía el cordero. De la profunda herida de su costado brotaba un chorro de sangre que caía en un cáliz y de sus pies salían otros cuatro que regaban la tierra. Aquí empieza a expresarse la idea del suplicio al mismo tiempo que la del triunfo.

    San Gregorio de Tours fue el primero que habló de un crucifijo en el siglo VI. Cuenta que en su tiempo se veía en la catedral de Narbona un Cristo desnudo y clavado sobre la cruz. Según esto, la Galia ha sido la que ofrecía el primer ejemplo de la representación del Crucificado, ejemplo aislado que no se encuentra en ninguna parte y que prueba que el espíritu sombrío de Occidente fue el primero que representó el suplicio de Jesucristo en toda su realidad. En el concilio de Constantinopla, llamado Quinisexto o in Trullo, celebrado el año 692, fue donde se decretó que la figura simbólica del cordero sería reemplazada en adelante por la figura del Salvador crucificado, y de esta época data la crucifixión que se halla generalmente pintada o esculpida en los monumentos cristianos. Verdad es que la autoridad del concilio Quinisexto no fue reconocida sino implícitamente por una confesión tácita de la iglesia latina; pero a pesar de esto, la decisión relativa a la crucifixión prevaleció en toda la cristiandad aun antes de que el papa Adriano la hubiese confirmado a fines del siglo VIII. Por lo demás, comparando el hecho del crucifijo, citado por Gregorio de Tours en el siglo VI, con la decisión del concilio Quinisexto, se puede suponer que el de Constantinopla no hizo entonces más que sancionar un uso que ya se había introducido en la cristiandad.

    El año 705 mandó el papa Juan VII ejecutar en la basílica de San Pedro un mosaico que representaba al Crucificado. El dibujo que se ha conservado, es muy curioso, porque demuestra que las tradiciones de gloria y de triunfo atribuidas a la cruz cedían lentamente y por grados al espíritu de realidad. En aquel mosaico tiene Jesús los ojos abiertos, la cabeza derecha y rodeada de la aureola crucífera. Tiene puesta la túnica y sus miembros están sujetos por cuatro clavos. Toda la figura es grave y severa; sin embargo, un verdugo atraviesa el costado de Jesús y otro le presenta la esponja empapada en hiel y vinagre. Al pie de la cruz están la Virgen y San Juan en aire de tranquilidad y recogimiento; en fin, el sol y la luna, suspendidos en los aires a cada lado del brazo superior de la cruz, asisten al martirio. Hace todavía poco tiempo que se veía en las catacumbas de los santos Julio y Valentín en Roma una pintura de la crucifixión, la cual databa de fines del siglo VIII, cuando el papa Adriano I mandó restaurar las catacumbas. Es el segundo monumento de este género cuyo dibujo ha llegado hasta nosotros. En él está también el Cristo vestido con una larga túnica; tiene la cabeza derecha y los ojos abiertos y está sujeto por cuatro clavos, sosteniendo sus pies una especie de escabel. Al pie de la cruz está la Virgen mostrando con sus manos alzadas a su hijo y al otro lado San Juan en actitud recogida aunque menos heroica que la de la Virgen. No solamente estos dos dibujos, sino todas las representaciones análogas de los siglos VIII, IX y X, y aun de principios del XI, tienen un carácter muy marcado de grandeza y de serenidad divina. No es ya la cruz tan brillante como los astros de la antigua antífona, sino Jesucristo vencedor del suplicio; el dolor no altera su divinidad, la cruz llega a ser para él un trono desde donde bendice al mundo con su mirada y sus manos extendidas. De aquí provino el uso de coronar su cabeza con la diadema, con la tiara o la aureola crucífera, como en el crucifijo llamado Santo Votto de Luca, y en los de Alepo, Siroli, cerca de Ancona, y baptisterio de Florencia y vestirlos con la túnica larga, según lo demuestran la figura llamada Sainte Saulve en Amiens, las figuras ya citadas de los primeros monumentos, del Santo Volto, etc. y los manuscritos bizantinos de aquella época, en que la túnica es de color de púrpura como la estola de los emperadores.

    La Virgen, que en la mayor parte de las representaciones está de pie a la derecha de la cruz, señala a Jesús y parece aceptar y participar de su sacrificio sin ninguna debilidad femenina. San Juan, que está en el lado opuesto de la Virgen, tiene una fisonomía más humana, apoyada generalmente su mejilla en la mano, en señal de tristeza, pero de una tristeza tranquila y contenida que no altera en nada la grandeza del conjunto. Tales son las primeras representaciones de la crucifixión, que como se ve, conservan aquella expresión de serenidad que era uno de los rasgos más característicos del arte antiguo.

    Pero pronto se pierde la gran tradición, se borra el carácter heroico y el arte -de divino que era- se hace humano y aspira a expresar los dolores físicos y morales. La dominación sombría del feudalismo, la melancolía del espíritu germánico que tendía a predominar y, sobre todo, el ascetismo de las órdenes monacales obran poderosamente sobre el genio del arte en aquella época y le modifican en sentido inverso de la antigüedad. En el mismo Oriente se altera, aunque menos pronto y menos profundamente. Las persecuciones de los iconoclastas, los horrores y los suplicios que fueron su consecuencia, unidas a la influencia del Occidente, que a su vez ejercía una reacción sobre Grecia, determinaron allí sin duda los mismos cambios, y por lo tanto las representaciones de la crucifixión aparecen por todas partes tristes, de gloriosas que eran. La Virgen es la primera que pierde el carácter divino. Inclina la cabeza y llora y cuando enseña a su hijo, lo hace con un gesto lleno de dolor. De este modo se la ve en un díptico del siglo XI conservado en los Museos Vaticanos y que procede de la abadía de Bambona, en la Marca de Ancona. El Cristo aparece allí todavía coronado con la diadema y la aureola crucífera. Tiene los ojos abiertos y los miembros sujetos por cuatro clavos, pero el escabel ha desaparecido. La Virgen llora lo mismo que San Juan, y las figuras del sol y de la luna, que están encima de la cruz, apoyan también su mejilla en su mano. Notemos de paso una singularidad que caracteriza el origen latino de este díptico: al pie de él está la loba dando de mamar a Rómulo y Remo; de tal suerte, que la cruz, rodeada de palmas en su base, se levanta por encima de esta alegoría de Roma, tomada aquí por el mundo.

    El carácter de tristeza que produce el desuso de las grandes tradiciones se encuentra en las crucifixiones de las puertas de la catedral de Pisa y de las de Benevento y en un marfil conservado en la biblioteca real de París, monumentos todos de los siglos XI, XII y XIII. El mismo Cristo no conserva siempre su expresión divina; en la mayor parte no tiene ya corona; su cabeza se inclina, su cuerpo se abate y su túnica se acorta y en algunos está reemplazada por un lienzo liado a su cintura. En cambio la escena se engrandece porque toma un sentido místico; los personajes alegóricos de la iglesia triunfante y de la sinagoga ciega y humillada se muestran al pie de la cruz; los signos simbólicos de los evangelistas los acompañan; la sangre de Jesús es recogida en un cáliz como antiguamente la del cordero, pero ahora es por ángeles o por la figura de la Religión o también por Adán, que sale de su tumba colocada al pie de la cruz y recibe la sangre divina en una copa de oro. Esta última representación se ve en un cristal de la catedral de Beauvais. Esta fue la época en que se propagó por todo Occidente la leyenda del Santo Grial. Después del siglo XIII no hace más que aumentarse la melancolía de las representaciones de la crucifixión. La imagen del Crucificado expresa todas las angustias del dolor, su cabeza está enteramente inclinada, sus ojos cerrados y sus brazos contraídos. No solamente ha desaparecido el escabel que sostenía la figura sino que en lugar de los cuatro clavos para sujetar los miembros, no hay más que tres: los dos pies, sobrepuestos el uno al otro, están sujetos por un solo y mismo clavo, de que resulta una torsión de las piernas, que altera la belleza de la forma, pero en cambio expresa el dolor en su más alto grado. Al principio estuvo muy dividida la opinión de los padres acerca de si Jesús había sido clavado a la cruz por tres o cuatro clavos. La belleza de las formas y la aversión que se manifestaba a todo lo que expresaba el dolor material habla hecho triunfar a la primera opinión. En casi todas las crucifixiones de los siglos primeros, los miembros del Crucificado estaban sujetos por cuatro clavos; después del siglo XIII prevaleció el uso contrario, porque todo lo que aumentaba la idea de dolor era entonces buscado y adoptado. No se quería ya ver a un Dios sobre la cruz, sino un hombre muriendo como hombre en un cruel martirio. Se fue más lejos que el Evangelio; se le explicó humanamente, se prestó al Cristo una expresión dolorosa de que no hacen ninguna mención los textos sagrados, porque después de la agonía del Monte de los Olivos, los cuatro evangelios están unánimes en representar a Jesús tranquilo en medio de su pasión y guardan un silencio sublime sobre los pormenores de su padecimiento. En el instante de expirar y sintiendo que le abandonaba la vida, exclama: Dios mío, ¿por qué me habéis abandonado? Este es el único grito de dolor que se le escapa. Expira entonces y San Juan es el único de los evangelistas que dice que en aquel instante inclinó la cabeza.

    El arte de la época aludía todavía más a la expresión que a la belleza artística. Hizo de la crucifixión una de sus obras predilectas, desarrollando más y más aquella tendencia al carácter exclusivamente doloroso. Cimabué, Giotto, Giunta de Pisa y Stanmático, representan a Jesucristo agonizando y a la Virgen desolada. Buffalmacco, en el camposanto de Pisa da a la escena un aspecto enteramente histórico, pues multiplica los episodios y las figuras acesorias. La Virgen está caída, desmayada, la rodean las santas mujeres afligidas y una turba numerosa contempla el espectáculo de la muerte de Jesús. La Magdalena, abrazando el pie de la cruz, se encuentra también en todas las representaciones de aquella época, como personificación del arrepentimiento y del amor místico. En fin, Masaccio llevó, en la crucifixión de la Basílica de San Clemente en Roma aquella escena al más alto grado de lo patético. Aquella expresión de gloria en medio del dolor que los artistas de los siglos primeros habían buscado exclusivamente y trasladado a sus obras desaparece completamente y dejó el puesto a la expresión del dolor más punzante y exaltado. La tragedia misteriosa y divina se cambia en un drama simplemente humano.

    Los artistas del renacimiento siguieron las huellas de sus antecesores; pero además dieron a sus obras la perfección de la ciencia anatómica y el encanto del arreglo. Las crucifixiones de Miguel Ángel, de Rafael y de los artistas de su escuela. Llegan al más alto grado de la expresión humana, unida a las cualidades pintorescas más elevadas; son verdaderas obras maestras del arte, pero muy pronto estas grandes cualidades se alteran a su vez y el drama íntimo cede ante la preocupación casi exclusiva del efecto escénico. Las crucifixiones del Carracci, del Tintoretto, y después de ellos de los maestros del siglo XVII, de Rubens, de Van Dyck, etc., revelan un esmero de colorido, de contrastes y de disposición teatral que forma del gran misterio una representación material de que sobre el arte puede todavía sacar partido.

    Con la decadencia no solamente desapareció la belleza del arreglo sino que la tristeza del dolor del Crucificado se cambió en fealdad y cu contorsiones. La crucifixión fue un asunto favorito en el que agotó el mal gusto todos sus recursos. Se cubrió el cuerpo divino de llagas, de heridas y de sangre; se le clavó la corona de espinas en la frente; se hizo con la lanzada una profunda herida y se le retorció en horribles convulsiones. Alemania y España sobre todo sobresalieron en este género. El jansenismo vino también a modificar el aspecto del crucifijo, pues aproximó los brazos de Jesús como si por este medio quisiera expresión el pequeño número de elegidos que caben entre aquellos brazos.

    En nuestros días la piedad ilustrada y el buen gusto que renace, han hecho justicia a las sutilezas de las sectas y a los horrores antireligiosos, pues recibiendo su inspiración de los textos sagrados y de los principios de lo bello, que coinciden tan perfectamente, el arte moderno parece haberse propuesto por objelo restituir a la crucifixión su verdadero carácter que es la muerle tranquila y serena, del Dios hecho hombre.

    Texto proveniente de Enciclopedia moderna, 1853

  • O clavos de la cruz o santos clavos. Catholic encyclopedia: "Holy Nails", fuente citada en Pregos da cruz. Emile Mâle, El arte religioso de la Contrarreforma: Estudios sobre la iconografía del final del s. XVI y de los ss. XVII y XVIII, Encuentro, 2002, ISBN 84-7490-643-1, pg. 252:
    Durante la alta Edad Media, Cristo siempre había sido representado atado a la cruz con cuatro clavos; a partir del siglo XIII, sólo fue crucificado con tres, al estar los dos pies puestos uno encima del otro. Aceptada desde hace más de trescientos cincuenta años, esta tradición había adquirido la fuerza de un dogma. El siglo XVI lo puso todo en cuestión. Bellarmino, que había visto en París, nos dice, en la Biblioteca del rey, un antiguo evangelario en el que Cristo estaba crucificado con cuatro clavos, deseaba que se imitasen estas venerables imágenes del pasado. El cardenal Tolet, por su parte, aseguraba que Cristo había sido crucificado con cuatro clavos, pues los cuatro soldados que se repartieron sus vestimentas, eran, según él, los mismos que habían hundido los cuatro clavos. Pero los tres clavos tenían también sus partidarios: Tostat los defendía; y los jesuitas, al introducirlos en su blasón, se declaraban a favor suyo. Se hacía observar que el corazón de la bienaventurada Clara de Montefalco, abierto tras su muerte, mostraba imprimidos los tres clavos de la Pasión. Los eruditos no sabían qué conclusiones sacar, y Suárez declaró el problema insoluble. Desde el siglo XVI, Molanus, en su Tratado de las Santas Imágenes, había dejado sobre este punto toda su libertad a los artistas. Y, en efecto, la usaron. Es curioso ver, sin embargo, cómo Italia permaneció generalmente fiel a la tradición de la Edad Media. Los Cristos en cruz que se encuentran en las iglesias de Roma son crucificados con tres clavos, y son tres los clavos que lleva uno de los ángeles de Bernini, en el antiguo puente de Adriano. Por el contrario, en Francia, Cristo es comúnmente crucificado con cuatro clavos. Hay cuatro clavos en los cuadros de Simon Vouet, de Philippe de Champaigne, de Licherie, de Testelin, de Blanchard, de Le Brun. Pero fue una práctica que no tuvo jamás el carácter de norma; Simon Vouet emplea tanto tres como cuatro clavos y lo mismo ocurre en otras escuelas. En el Museo del Prado se puede ver un Cristo de Velázquez crucificado con cuatro clavos y un Cristo de Murillo crucificado con tres. Rubens otorga tres clavos al Cristo levantado en la cruz de la Catedral de Amberes y cuatro al famoso Cristo de la lanzada. Sin norma alguna, el pintor no había tenido más guía que su instinto de artista. Aun los jesuitas, que hubieran debido propagar el empleo de los tres clavos para permanecer fieles a su blasón, se mostraron muy tolerantes sobre este punto: Rubens pintó, para su iglesia de Bergues Saint-Vinnocq, un Cristo crucificado con cuatro clavos (...) un Cristo en Cruz, cuyos pies, puestos uno encima de otro, sean horadados no por un solo clavo, como indica la regla, sino por dos: tal es el admirable Cristo de Montañés ... en la Catedral de Sevilla. (...) En sus Revelaciones (Santa Brígida ...) ve a los verdugos clavando primero las dos manos de Cristo extendido en la cruz, después cruzando los pies, uno encima de otro, y horadándolos cada uno separadamente con un clavo, comenzando por el pie derecho.

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  • Fides Buchheim: Der Gnadenstuhl – Darstellung der Dreifaltigkeit, Echter Verlag 1987. Fuente citada en de:Gnadenstuhl

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